Por Solana Colombres

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

La escena es surrealista: dos jóvenes de 12 y 18 años, montadas a caballo en la extensión de la Pampa húmeda, contemplan extrañadas cómo un gigante de ojos saltones y atuendo curioso, intenta afanosamente reparar su avión humeante cuya rueda había quedado atrapada en una vizcachera. “¡Qué tonto! ¡No vio la cueva!”, suelta una de ellas. Es que las adolescentes, acostumbradas al raro lujo de la libertad, no pueden evitar el comentario ante tanta ciega obstinación. Para el gigante absorto en su pájaro de papel, el extrañamiento tampoco le es ajeno al ver a estas mujercitas de ropajes exóticos hablando en francés en medio de la nada misma. “¿Qué están haciendo acá?”, retruca el malhumorado en su lengua madre. Hombre grande y niñas en flor escrutándose con asombro en un juego de espejos circulares, inauguraron pues, un vínculo eterno en donde el uno miraba a las otras para encontrarse a sí mismo y las otras sin quererlo se convertían en pigmaliones inmortales, aunque secretas, de aquel.

Esta anécdota sucedió en las tierras del Castillo San Carlos de Concordia, Entre Ríos, en 1930, cuando el joven piloto Antoine de Saint-Exupéry, director de tráfico de la Aeroposta Argentina, en una misión de reconocimiento de terreno, tiene que aterrizar forzosamente con su avión en las tierras de una familia francesa propietaria del Castillo allí enclavado. Las niñas-jóvenes en cuestión eran Edda y Susana Fuchs Valon, y de este vínculo, que creció al calor del imponderable, un mito con visos de realidad, fue parido por los concordienses y dice así: El Principito, el libro más vendido de la literatura francesa y traducido a 240 idiomas y dialectos, nació en este pequeño rincón de flores y pájaros, perdido en el mundo y al borde del Río Uruguay. Aunque claro, casi nadie lo sabe.

(c) LA GACETA

Solana Colombres - Profesora de Francés

PERFIL

Antoine de Saint-Exupéry nació con el siglo, el 29 de junio de 1900, en Lyon, Francia. Fue rechazado en la Escuela Naval y se hizo piloto a partir de su ingreso en el servicio militar. Fue un pionero de la aviación. Trabajó varias años como piloto de una compañía de correo aéreo. En 1926 publicó con éxito su primera novela, El aviador. Con Vuelo Nocturno (1931) afianzó su prestigio. En 1935 se vio obligado a aterrizar de emergencia en el desierto del Sahara, donde pasó varios días deshidratado y con alucinaciones. Ese accidente inspiró su obra más célebre. En julio de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, desapareció junto con su avión en una misión.

> Hadas silenciosas*
Por Nicolás Herzog y Lina Vargas

El joven piloto se maravilla con las lámparas del castillo que le evocan los juegos de luces y sombras de su niñez, con el olor de la biblioteca, con el desinterés de la familia por los asuntos mundanos de mantenimiento, con las dos chicas que reaparecen a su antojo para vigilarlo, clasificarlo igual que a sus animales: una iguana, una mangosta, un zorro, un mono, perros, pájaros, abejas. “Todo eso vivía mezclado, entendiéndose a la maravilla, componiendo un nuevo paraíso terrenal. Ellas reinaban sobre los animales de la creación, seduciéndolos con sus pequeñas manos, alimentándolos, dándoles de beber, contándoles historias que, de la mangosta a las abejas, todos escuchaban”. Las llama hadas silenciosas, dice que tienen dientes salvajes, creen que juzgan como cuando mucho antes sus propias hermanas atribuían calificaciones a los invitados en la casa materna. En la mesa del comedor siente que algo se desliza por sus piernas. “Son las víboras”, dice la hermana mayor, y se calla como si la explicación fuera suficiente. La mayor lanza sobre él una mirada fugaz. “Ah, las víboras”, responde el joven piloto y sonríe.

* Fragmento de Las principitas (Paidós, 2019).